El debate sobre una educación inclusiva, acogedora y respetuosa con la diversidad está sobre la mesa continuamente, y eso es un avance con respecto a épocas pasadas. Ahora bien, imperan dentro y fuera de la cultura escolar creencias arraigadas sobre el “cómo”, y eso provoca el bloqueo en los progresos principales, como ocurre con el mantenimiento de otras conquistas sociales que hoy parecen ponerse en duda desde posiciones reaccionarias.En Desarrollo de escuelas inclusivas (2001), un libro clave para entender lo que ocurre, el profesor Mel Ainscow recoge una máxima que estaba en la entrada de una escuela infantil de la provincia china de Anhui: “Todo para los niños, para todos los niños”. De esta premisa todos deberíamos partir, y el dilema es que no se sabe muy bien hasta qué punto asumimos este principio educativo que no parece descabellado.El asunto está en que todo lo que suena a educación inclusiva parece por momentos quedarse en una declaración de buenas intenciones, de cara a la galería, que pocas veces avanza en cuestión de derechos de los más marginados. Sin embargo, hay notables excepciones que son las que hay que destacar.Sigue imperando cierta confusión sobre cuáles deben ser las acciones necesarias para avanzar en materia de inclusión y equidad educativa, por lo que cuestiones como las planteadas en el título son habituales. Y creo que es bueno que nos lo preguntemos. ¿Estamos en disposición de plantearnos si en el momento actual es adecuado suprimir escuelas de educación especial y convertirlas ipso facto en centros de recursos, como hicieron países como Italia hace décadas? Nuestra situación y nuestros momentos actuales son diferentes y requieren otro tipo de medidas antes de llegar al que es el horizonte deseable, pero que al menos el debate permanezca desde hace algunos años supone un aliciente, porque genera una conversación pública necesaria que remueve conciencias.De una forma u otra, toca enfocar el trabajo en y con los contextos ordinarios, y ahí es donde las políticas educativas deben centrarse. Desarrollar escuelas para todos capaces de identificar barreras y evitar prácticas excluyentes tiene que ser un hábito escolar hacia el que cualquier plan de mejora debería dirigirse. Sin embargo, aún pugnan pensamientos ideológicos encontrados que interfieren en el objetivo principal para que una educación común pueda llegar a todos en igualdad de condiciones. Es entonces cuando volvemos a hacernos la pregunta inicial.No se pueden cerrar los centros de educación especial mientras siga imperando la perspectiva medicalizada de la educación, y es ahí donde el lenguaje, por ejemplo, juega su baza. Seguimos identificando diversidad con déficit y atención educativa con terapia (pervive el rol de docente llamado de “pedagogía terapéutica”). Continúa habiendo alumnado etiquetado de necesidades especiales, diferentes a lo común, obviando que la diferencia es norma en nuestras sociedades y aporta un valor a cualquier comunidad de aprendices, siendo más apropiado hablar de alumnado que presenta barreras al aprendizaje y la participación, como recomienda la propia UNESCO.Los estereotipos sobre discapacidad, migración y clase social pueblan todavía la narrativa escolar como espejo de una sociedad que precisa revisar sus nociones sobre la extrañeza y el rechazo que sigue provocando quien es cosificado por ser diferente. Urge, por ello, identificar ejemplos que vayan en sentido contrario para analizar en situación qué factores de mejora se han dado en la cultura escolar y ver de qué manera pueden replicarse.La investigación, sobre todo aquella con base en la acción participativa (la llamada IAP), arroja evidencias de que esta narrativa ha logrado cambiarse en multitud de contextos de todo el planeta, tanto del sur empobrecido como del norte avanzado, avaladas por organismos internacionales como prácticas de éxito. La complejidad está en que estas experiencias logren transferirse a otros contextos, cada uno con sus singularidades.Todas estos casos exitosos coinciden en lo que es deseable en cualesquiera de los centros donde nos movamos familias, alumnado o profesorado. Y a partir de lo que tienen en común, debemos preguntarnos: ¿existe cultura reflexiva y colaborativa entre nuestro profesorado? ¿Se involucra todo el alumnado, incluido aquel silenciado históricamente, en la evaluación escolar y en órganos de participación? ¿Dinamizamos prácticas como el aprendizaje cooperativo o el aprendizaje-servicio? ¿Fomentamos la codocencia? ¿Tenemos los docentes espacios y tiempos para compartir metodologías en el claustro? ¿Practicamos la observación de aula? Si la mayoría de veces has respondido con un “no” a estas preguntas, probablemente estés viviendo las razones de las dificultades de provocar el giro deseado para hacer de la escuela pública ordinaria, con los medios adecuados, un hábitat inclusivo.Dijo el artista lanzaroteño César Manrique poco antes de morir que “vivimos tan corto espacio de tiempo sobre este planeta que cada uno de nuestros pasos debe estar encaminado a construir más y más el espacio soñado de la utopía”. Replicarán que el espacio soñado para esta utopía llamada inclusión es un asunto de ratios, de recursos, de inversión institucional, y no les quito razón. Sin embargo, cuando vemos esas otras experiencias negativas donde, a pesar de tener recursos especializados y grupos con ratios bajas en algunos grupos, observamos signos de marginación o exclusión, nos preguntamos: ¿qué está ocurriendo?Ocurre que la inclusión educativa tiene mucho de reapropiación de discursos, de búsqueda de fuerzas de cambio en cualquier centro donde diariamente se dan de forma invisible experiencias inclusivas que no publican los medios, porque son obra de ese profesorado “de pico y pala”. Ahí, hay voces educativas que intentan no hablar desde el déficit, sino desde el potencial que encierran las interacciones de los seres humanos bien guiadas por quienes conocen el camino porque han estudiado los pasos que dar: sus maestros y maestras.Como dice el propio Ainscow en su último libro, Un giro inclusivo a la equidad (2025), “los profesores y sus alumnos pueden promover o dificultar un clima de trabajo justo, acogedor e inclusivo”. Lo más importante es que todo centro tiene profesorado capaz de hacerlo y lo hace diariamente a pesar de las resistencias. No es preciso, pues, hablar de cerrar o no cerrar los centros de educación especial, porque las respuestas nos pueden apesadumbrar. Es turno, más bien, de interrogarnos y despertar curiosidad por cómo en otros lugares sí ha sido posible crear entornos más inclusivos en situaciones similares a las nuestras. De recuperar la importancia de cómo se relacionan los estudiantes entre sí para compartir lo que aprenden. De ser capaces de reconducir cuando no se relacionen, detectando qué barreras lo impiden. De darles la palabra a quienes históricamente han permanecido silenciados, a través de cualquier medio de expresión que les permita comunicarse. Es también momento de redistribuir liderazgos y replicar ante el ruido atronador con los intercambios de experiencias propositivas de quienes asumen con firmeza que el fin de la educación es la búsqueda de la equidad a través del conocimiento. Una búsqueda en la que, cuando vuelva a surgir el debate de cerrar o no centros de educación especial, nos daremos cuenta de que sí, que todo tiene que ver con una cuestión de recursos y cómo estos ofrecen o no la posibilidad de relacionarnos de una forma más justa en un mismo medio educativo. Albano de Alonso Paz es catedrático de Lengua y Literatura, profesor y Cruz al Mérito Civil por su labor en el campo de la enseñanza. Divulga sobre educación en su blog www.albanoalonso.info.

Pregúntate si hay que cerrar los centros de educación especial | Educación
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