El andamio resiste con cada paso de Cemir Castillo y su hijo José, quienes se turnan para balancearse sobre una tabla solitaria a dos metros del suelo. A medida que reparten el estuco por la fachada de la casa, intentan ignorar la amenaza constante de una caída que, sin seguro médico, sería una fractura muy cara. “Aguanta que el sol me tapa la vista”, advierte Cemir, de 52 años, mirando cómo su hijo, de 24, se inclina para recibir el material con el que están remodelando una ferretería en la localidad de Teusaquillo, en Bogotá.

El andamio resiste con cada paso de Cemir Castillo y su hijo José, quienes se turnan para balancearse sobre una tabla solitaria a dos metros del suelo. A medida que reparten el estuco por la fachada de la casa, intentan ignorar la amenaza constante de una caída que, sin seguro médico, sería una fractura muy cara. “Aguanta que el sol me tapa la vista”, advierte Cemir, de 52 años, mirando cómo su hijo, de 24, se inclina para recibir el material con el que están remodelando una ferretería en la localidad de Teusaquillo, en Bogotá.

Hace tres años y medio dejaron Venezuela con la idea de encontrar más oportunidades en Colombia. Sin embargo, la falta de permisos de permanencia y afiliación al sistema de salud ha sido una barrera que los ha alejado de empleos formales que exigen estos requisitos. Como ellos, alrededor de 1,13 millones de migrantes venezolanos en el país no están dentro del Sistema General de Seguridad Social en Salud (SGSSS), lo que los deja expuestos a riesgos laborales y enfermedades sin una red de apoyo.

El desconocimiento es el obstáculo más común entre los migrantes para afiliarse al sistema, algo que también se replica en otros procesos como expedir documentos o cotizar semanas para su jubilación.

Por esa razón, las obras de construcción que Cemir consigue suelen ser clandestinas porque, según él, no les piden nada y los contratan de palabra. “Hemos buscado la manera de conseguir ese permiso, pero no lo están dando. Dicen que darán una visa o algo así”, explica sin saber muy bien, pero refiriéndose a la Visa V, un documento que entró en vigor desde diciembre con el fin de regularizar a los migrantes por dos años.

Como Cemir y José, más de un millón de migrantes venezolanos en Colombia enfrentan la vida diaria sin acceso a servicios de salud. “El año pasado pagué 1.800.000 pesos en tratamientos para una hernia en el abdomen”, dice Cemir, quien lleva meses postergando otros exámenes médicos para sus pulmones. Cada visita espontánea al médico significa priorizar entre un malestar u otro.

Según el último Análisis de las Necesidades de Migrantes y Refugiados, que realiza la Plataforma R4V todos los años, el 40 por ciento de los venezolanos en este país, citan las limitaciones económicas como una de las mayores barreras para acceder a servicios sanitarios.

Para atender a esos percances, a veces aceptan trabajos en los que reciben menos de lo que podría ganar un colombiano y con empleadores que les ponen excusas para pagarles a tiempo.

— “Desde septiembre me deben casi cuatro millones de pesos y necesito esa plata, siempre me dicen que hay un problema con el banco, una cosa, la otra, y así van cuatro meses”, se enoja Cemir Castillo al recordarlo.

Por situaciones como esta, el año pasado enfrentaron semanas en las que subsistían con 200 mil pesos y, cuando tenían que buscar arriendo, los rechazaban por su nacionalidad. En los próximos meses, ambos esperan reunir algo de dinero para visitar la familia que no ven hace dos años, pero mientras no tengan un permiso de permanencia, parece remota la posibilidad de acceder a un empleo más justo en esta ciudad.

A pesar de que desde 2021 el Estatuto Temporal de Protección para Migrantes Venezolanos busca integrar a esta población al sistema laboral formal, muchos desconocen los pasos para acceder a estos beneficios o se topan con trámites complejos que los excluyen.

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Maicol Velasco, otro rostro de esta resiliencia migrante, también comenzó desde cero en Colombia. Con una esponja en una mano y un trapo mojado en la otra, limpia despacio una camioneta mientras recuerda su viaje de 1.500 kilómetros para llegar hasta Cali, en el Valle del Cauca.

Llegó hace siete años desde Barquisimeto, sin saber nada sobre pintar carros, pero con la certeza de que debía aprender algo rápido para dormir bajo techo. Tres capas, latonería, polichado, coseduras de pasta, pinturas poliéster y sistemas de secamiento rápido: dominó cada técnica a fuerza de observar y practicar en los talleres de Cali. “Siempre hay retos para crecer en la vida, pero esos obstáculos son los que me han hecho mejor”, reflexiona mientras frota una mancha en el vidrio.

Esa confianza en sí mismo lo llevó al barrio 7 de agosto en Bogotá, un epicentro del mantenimiento automotriz donde se concentran locales dedicados a arreglar carros y motos. Allí, Velasco encontró su espacio en un taller que le cobra a diario por usar la bodega y las herramientas del lugar.

Como Cemir y muchos de sus compatriotas, sabe que cada día viene con la incertidumbre de si habrá trabajo y, por eso, su estabilidad depende de la reputación que se forje entre algunos clientes. Según la última encuesta el Pulso de la Migración del DANE, 8 de cada 10 venezolanos no están afiliados al sistema de pensiones, lo que refleja las dificultades que enfrentan para planear a largo plazo.

“Conozco poco sobre esos temas, pero creo que puedo afiliarme a una EPS y cotizar semanas de pensión con mis ingresos”, explica Velasco, quien tiene claro su objetivo de convertirse en ‘compra ventero’ de autos el próximo año y, en cinco, dueño de su propio servicio automotriz. Sin embargo, reconoce que solo con el permiso temporal de permanencia, se le podrían cerrar puertas importantes, como acceder a créditos bancarios o cotizar pensión.

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Pedaleando entre calles, andenes y esquivando el tráfico en zigzag, los domiciliarios de aplicaciones recorren Bogotá en sus bicicletas motorizadas. La carrera es contrarreloj para entregar los pedidos en buen estado y a tiempo, pero muchas veces arriesgando su seguridad sobre dos ruedas.

Sentados en un andén, junto al Museo Nacional, un grupo de repartidores almuerzan, se distraen en sus celulares o esperan a que salga un pedido. Entre ellos están Ángel Rojas y Jhonier Herrada, revisando sus aplicaciones mientras comentan sobre el clima, que podría arruinar sus planes de trabajar toda la tarde.

Jhonier es el más joven, tiene 24 años y apenas lleva un mes en Bogotá, durmiendo en habitaciones paga-diario con sus hijos menores. “La mayoría de los que tú ves por ahí viven en un hotel y pagan su arriendo a diario a punta de pedalear repartiendo”, cuenta, aunque él mismo tuvo que dormir la primera semana en las calles de Bogotá.

Como no tiene documentos, le pidió a un conocido que le prestara su Permiso Especial de Permanencia para inscribirse en las plataformas de domicilios. Solo le dijeron que se abriera una cuenta y que llenara los requisitos, que la cicla era lo más fácil de conseguir. Y aunque Jhonier es consciente de que trabajar con documentos prestados puede acarrear sanciones legales, la necesidad lo empujó a asumir ese riesgo porque no sabía cómo sacar uno propio, ni cuánto podía demorarse.

En la misma calle, otro migrante está sentado a unos pasos de allí, su nombre es Ángel Rojas y luce tranquilo, dice que está ‘amañado’ en Bogotá por la changua y el chocolate con queso. Llegó al país hace ocho años, luego de que le negaron la entrada en el aeropuerto de México. Allá se quedó esperándolo su hermano, con el que tenía pensado buscar un trabajo y, tal vez, pasar hacia Estados Unidos.

Los primeros días en Bogotá dormía en los parques, al lado de los CAI y, con trabajos que fue consiguiendo, logró pagar más adelante un arriendo, un ciclomotor y comida. Sin embargo, su permiso temporal de permanencia se venció hace años, y no sabe cómo renovarlo, pero afirma que, sin papeles vigentes, no podría conseguir fácil otro trabajo.

Por eso mismo, tampoco lo pueden atender en caso de enfermarse o de sufrir un accidente mientras trabaja, algo a lo que están expuestos los repartidores en cicla todos los días.

— “Aquí nos toca estar pilas, porque si uno se accidenta, nadie repone los días que no podamos salir”, dice uno de los repartidores que oye a Ángel, “y si nos roban la cicla nadie responde”, añade.

De hecho, ninguno de ellos tiene salud ni algún seguro contra accidentes, tampoco Ángel que lleva más tiempo en el país, pero al igual que sus demás compatriotas en otros oficios, no está enterado de estos procesos. Él solo espera que una situación así no lo toque, porque depende de su cicla y buena salud para pagar el arriendo de 410.000 pesos y el mantenimiento de su vehículo.

La falta de información es un hilo común que conecta las historias de Ángel o Maicol con otros migrantes, quienes sin importar cuánto tiempo lleven viviendo en Colombia, se siguen enfrentando a obstáculos para acceder a derechos básicos. Sin saber cómo regularizar su situación, viven expuestos a riesgos latentes que podrían evitarse con un conocimiento claro de los procesos. Es esta desinformación uno de los factores que los mantiene fuera del sistema y limita sus posibilidades de avanzar.

Según una encuesta del Observatorio del Proyecto Migración Venezuela, el 60 % de los migrantes que consultaron desconoce los pasos necesarios para regularizar su situación, una brecha de información que perpetúa su exclusión. Por eso, cada día que salen a pedalear, pintar autos o arriesgar su integridad en un andamio desvencijado, es parte de una rutina que refleja no solo su resiliencia, sino la urgencia de un sistema que necesita incluirlos antes de que sus sueños también queden al margen.

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