“El primer día para sellar la entrada a Colombia fue un infierno”, recuerda Gilyari Gabriela Montani, quien pasó 17 horas atrapada en la frontera, entre filas interminables y la tensión del desgano. Antes de entrar al país atravesó un laberinto de alcabalas donde policías y militares venezolanos requisaban lo que se les antojaba.

“Vi cómo le quitaban a la gente botellas de ron, queratinas, cualquier cosa que pudieran vender o apropiarse. A mí casi me arrebatan mis zapatos de flamenco”, continúa. Un guardia los señaló con interés.

— “¿De qué son esos zapatos?”, le preguntó el hombre.

— “De bailar flamenco”, respondió ella con el corazón en vilo.

— “Están como nuevos”, le replicó.

Por un instante, Gabriela, de apenas 24 años, creyó que se los llevaría, pero su insistencia en que no servían para la vida cotidiana, solo para el arte, le permitió conservarlos.

Desde el principio, ser artista fue su salvación. En Cúcuta, podía moverse sin sellar la entrada, ya que los venezolanos pueden circular allí con la cédula, igual que los cucuteños en San Antonio del Táchira. En la ciudad se encontró con antiguos compañeros de teatro y se quedó con ellos en la casa de un familiar deshabitada. Dormía en la sala, sobre el piso frío.

Era octubre, cerca de Halloween. “Yo sabía hacer maquillajes artísticos y vi la oportunidad de ganar algo de dinero. Un amigo accedió a que lo maquillara en plena calle, para atraer clientes. Funcionó. En minutos, había una fila de quince niños esperando su turno”, relata. Cobró diez mil pesos por maquillaje, sin saber que era un precio barato. En total reunió doscientos mil pesos.

Repartió su currículo en la Casa de la Cultura y varios teatros, golpeando puertas con la esperanza de encontrar trabajo. En uno de ellos, una mujer la recibió con una mirada severa. Sin rodeos, le dijo: “Tienes cara de hambre”. Gabriela no pudo más que asentir. Sin dudarlo, la mujer le ofreció un plato de sopa caliente y hasta le dejó llevar un poco más a casa. Agradeció el gesto, pero no hubo una oferta de empleo.

Las puertas que le cerraron por discriminación

El acento era un obstáculo insalvable. En los restaurantes donde preguntó, la respuesta era siempre la misma: “No contratamos venezolanos”. Si intentaba explicar que tenía papeles, replicaban con frialdad: “Sin visa no puedes trabajar”.

Lo mismo le sucedió en academias de modelaje y danza. En dos semanas, había entregado casi cincuenta hojas de vida y recorrió gran parte de la ciudad a pie, caminó en promedio seis horas diarias y sobrevivió apenas con pan y agua.

Desesperada, recordó a su mejor amigo, quien había hecho su tesis sobre arte callejero y trabajaba como estatua viviente. Preguntó si era ilegal y le dijeron que no. Entonces, tomó una canasta de la basura y se plantó en la Plaza Santander, en Cúcuta. “Las plazas fueron mi escenario y mi refugio”, enfatiza. También fue el lugar donde vivió lo mejor y lo peor, porque hasta le ofrecieron dinero a cambio de sexo.

No obstante, conoció almas generosas. Una señora mayor se sentaba casi a diario en una banca del sitio y la admiraba por horas. En una de esas ocasiones la vio bailar y se puso a llorar. Cuando Gabriela se le acercó, le dijo: “Siempre soñé con ver a una bailarina de flamenco. Nunca tuve el dinero para ir a un espectáculo. Hoy, gracias a ti, cumplí un sueño”. Sus palabras fueron su recompensa.

En Cúcuta, conoció a muchas mujeres venezolanas que se vieron obligadas a prostituirse. “No es un camino fácil”, pensaba, pero entendía que, ante la desesperación, algunas tomaban esa opción. Sin embargo, ella estaba decidida a hacer las cosas de otra manera, aunque significara empezar desde cero. En Venezuela, había trabajado con los mejores directores del país, pero no logró consolidar una carrera. Por eso, el proceso en Colombia fue aún más difícil. Dejar atrás la estabilidad económica, su propia casa y su compañía de danza para empezar otra vez fue un golpe complejo de asimilar.

La prostitución, en muchos casos, se presentaba como una opción sencilla. Conoció enfermeras y médicas que se dedicaban a ello para sobrevivir. Incluso, una compañera de teatro le propuso trabajar en un club nocturno en Cúcuta, bailando en un tubo. “No”, respondió sin dudarlo. “No estudié danza toda mi vida para terminar así. No pasé años formándome, pagando mis estudios con esfuerzo y con el apoyo limitado de mi familia para llegar a eso”, le puntualizó.

El permiso no fue garantía de un trabajo estable

En la Plaza Santander, muchas personas la reconocieron. Entre ellas, un gestor cultural llamado Mario, un hombre al que le perdió el rastro, pero en ese momento le dio una oportunidad. La invitó a participar en un pesebre en vivo de la compañía Aguas Capital. Fue un respiro. El pago que recibió le permitió mantenerse un tiempo más en Cúcuta.

Permaneció allí durante cinco meses, hasta que logró obtener el Permiso Especial de Permanencia (PEP), un documento que en teoría le permitía trabajar y acceder a servicios básicos. Aunque algunos lugares aceptaban contratar con ese documento, otros lo ignoraban.

Con el PEP en mano, decidió irse a Bogotá. Su primera parada fue una escuela de Ballet. Su maestra de danza de la infancia, Yolanda Moreno, le sugirió que fuera. Cuando llegó a la compañía, presentó una constancia de su paso por Danzas Venezuela y la dejaron entrar. Allí conoció a varios bailarines. Pero el proceso para comenzar a recibir un salario tardó demasiado y ella no podía permitirse esperar. No tenía recursos para bailar gratis por meses.

Fue entonces cuando una compañera la llevó a otra academia. Allí trabajó un tiempo y, gracias a ese entorno, se enteró de una audición para un musical mexicano. Casi 500 bailarines aspiraban a un lugar, pero solo seleccionaron a diez. Gabriela estaba en el listado.

También intentó trabajar en televisión y cine, y envió sus fotos y currículum a múltiples producciones, pero no la llamaban.

Las largas jornadas como extra y bailarina de hotel

Un día, una madrugada, recibió un mensaje de una mujer llamada Elena. “Mañana hay una grabación” —le escribió— “Alguien quedó mal y necesitamos a alguien urgente.” La cita era a las cinco de la mañana, y sin pensarlo dos veces, aceptó.

Se trataba de la serie María Magdalena. Cuando llegó, la directora de reparto revisó su currículum y, sorprendida, le dijo: “Estás sobrevalorada para este papel. No puedes ser extra”. Le propuso, en cambio, llamarla para participar en escenas con mayor relevancia. Desde entonces, la consideraban para los llamados de extras de alto perfil, aquellos que aparecían más en cámara.

El trabajo en televisión fue una experiencia agridulce. Por un lado, le permitió estar en el mundo artístico que tanto amaba, pero, por otro, descubrió lo duro que era ser extra en Colombia. Las jornadas eran agotadoras: llamados a las cinco de la mañana y grabaciones que se extendían hasta la noche.

Con el tiempo, dejó de hacer extras y se enfocó en trabajos más estables. Sin embargo, recordaba cómo, en cada producción donde llegaba, alguien preguntaba: “¿Quién es la chica que hizo teatro?”. Siempre la llamaban para algún parlamento o para realizar una escena más relevante. Así, poco a poco, se hizo un lugar en el medio.

En una oportunidad, consiguió empleo en un gimnasio donde al comienzo fue contratada como extra en eventos, pero terminó siendo instructora. A pesar de su esfuerzo, ganaba menos que sus compañeros porque no tenía certificaciones y de su sueldo debía destinar una parte significativa al pago de la seguridad social.

Un día, se presentó a una audición que le ofrecía la posibilidad de viajar a India o San Andrés. La oportunidad en India era tentadora, pero los términos del contrato le generaban incertidumbre: si no superaba los seis meses de prueba, sería deportada, y en ese caso, al no contar con un estatus migratorio estable en Colombia, era probable que la devolvieran a Venezuela. Entonces, optó por San Andrés.

Su trabajo en la isla fue agotador. Se desempeñaba como bailarina en un hotel, con jornadas que podían extenderse desde las ocho de la mañana hasta la madrugada del día siguiente. Aunque su sueldo era estable, las condiciones laborales eran duras. No existía un sindicato que protegiera a los trabajadores y muchos callaban por miedo a perder su empleo. En una ocasión, trabajó desde la mañana hasta la medianoche y al día siguiente tuvo que presentarse de nuevo a las ocho.

El ambiente en el hotel era complejo. Algunas compañeras recurrían a la prostitución con turistas y a ella le preocupaba el control que la administración ejercía sobre sus vidas personales. Además, tuvo que lidiar con críticas constantes sobre su físico por parte del coreógrafo, quien le insistía en que debía perder peso. Con el tiempo, descubrió que su cambio físico estaba relacionado con el estrés.

Su estancia en San Andrés terminó de forma abrupta cuando el hotel la despidió junto con otros compañeros. Debido a irregularidades en su contratación, la empresa prefirió prescindir de ellos antes de que se generara un problema legal que afectara a la dueña del hotel, una figura influyente en la isla.

Subsistir en la isla de San Andrés

Nunca estuvo de acuerdo con el sistema laboral en Colombia, donde los casos de explotación y maltrato son frecuentes. En una ocasión, la dueña de un lugar donde trabajaba le dijo en repetidas oportunidades: “Si no te gusta este país, ¿por qué no te regresas al tuyo?”

Llegó la pandemia y decidió trasladarse de nuevo a San Andrés. Para febrero, los despidos masivos ya eran una realidad y los gimnasios comenzaban a cerrar. Llegó a San Andrés en el último vuelo permitido, pero tuvo dificultades en migración. Mientras tanto, en Bogotá, la ciudad donde antes residía, dejó sus pertenencias almacenadas donde un conocido, pues no pudo seguir pagando el arriendo.

Ante la crisis, aprendió a cultivar y enfrentó las dificultades del trabajo agrícola a gran escala. Sembró tomates, pepinos, patilla y melones, y vendió los productos para comprar otros alimentos esenciales. El trabajo en el campo resultó ser una experiencia ardua, con manos llenas de callos por el uso de herramientas pesadas y la exposición constante a picaduras de insectos.

El estrés le causó una pérdida considerable de cabello, lo que la llevó a cortárselo. A la falta de ingresos y productos básicos se sumó un nuevo desastre: el huracán Iota en 2020 que azotó el archipiélago.

En medio de la crisis, una amiga le presentó a un empresario del canal local Sol TV, quien le ofreció trabajo en un programa de entrenamiento fitness. Durante dos meses trabajó como presentadora y creadora de contenido, lo que le permitió generar un ahorro para regresar a Bogotá. Aunque no contó con derechos sobre su material audiovisual, la experiencia le dio estabilidad temporal y la oportunidad de conocer nuevas personas.

Gracias a su esfuerzo y dedicación, Gabriela ha logrado no solo mantenerse dentro de la industria fitness, sino también consolidar un futuro estable para su familia. Cada mes, trata de enviarle 100 o 200 dólares a su familia en Venezuela, esa que siempre la ha estado esperando de vuelta en sus brazos. Sus nuevas certificaciones en disciplinas como pilates y barre (ballet, yoga y pilates) le han brindado oportunidades laborales que han hecho que alcance una estabilidad que antes parecía lejana, demostrando que la resiliencia y el compromiso pueden transformar vidas.

Sofía Isaacs Guerra
NO ES HORA DE CALLAR

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