La simpatía es un afecto que también se une a ciertas plantas. Se podría hacer un buen listado con un puñado de especies que calientan el corazón de los amantes de la jardinería: la hierbabuena (Mentha spicata), el romero (Salvia rosmarinus), el jazmín (Jasminum spp.), el galán de noche (Cestrum nocturnum)… Todas estas plantas mencionadas coinciden en que tienen un buen aroma para aquellas personas que se acercan a ellas, pero también hay otras plantas muy queridas que no tienen perfume que regalar. Entre ellas hay hierbas de los prados y de los descampados, como las distintas margaritas (p.ej. Anthemis arvensis) o las amapolas (Papaver rhoeas), que servían de juego a los afortunados niños que interaccionaban con ellas, y ojalá que lo sigan haciendo. Muchos años después todavía se las recordará con cariño, como si el adulto se reencontrara con el peluche de su infancia.Más informaciónLas amapolas podrían ser el perfecto ejemplo de esta estima, algo que se resume en el generoso número de nombres populares con los que se ha bautizado a esta especie por toda la geografía española, y no solo en castellano, sino también en las otras lenguas, como el catalán o el euskera, como recoge el programa Anthos, testimonio de la biodiversidad botánica en España. Estos son algunos de estos nombres vernáculos en castellano: ababol, abibollí, apapoxa, babaol, cararequec, coquerecoc, pipiripip, quicaraquic; en catalán: badabadoc, gaigallaret, peperepep, quiquiriquics; en euskera: bobelarra, parrapús, pipirrinpingo. Diríase que las sílabas de todos estos apelativos agasajan y muestran el vínculo afectuoso del ser humano con esta planta de flores rojas a más no poder.Esta primavera las amapolas están de enhorabuena, porque gracias a las abundantes lluvias pudieron germinar y crecer en gran cantidad, más que en otros años. Los solares y las cunetas de las vías del tren, los campos de cultivo y también todos aquellos lugares en los que se haya removido el terreno se ven decorados con las corolas rojo bermellón, en una suerte de punteado escarlata que sobresale entre los verdes que las rodean. Un trigal en el que no se hayan empleado herbicidas a mansalva lucirá lleno de amapolas, porque es de esta manera como las amapolas se extendieron desde su probable lugar de origen, en la zona mediterránea oriental: mezcladas sus semillas entre las semillas del trigo, de la cebada, del centeno. Un capullo de amapola a punto de abrirse y de erguirse por completo al lado de varios frutos en proceso de maduración.Sergi Escribano (Getty Images)Como unas polizontes avispadas, sus minúsculas semillas oscuras fueron sembradas por el ser humano allá donde este cultivaba sus plantas mimadas de cereales, algo que ya ocurría en la antigua Roma, e incluso previamente. Un dato curioso es que en la Antigüedad se sembraba la amapola en los campos, como un método de rotación para revitalizar la tierra desgastada por otras plantas cultivadas. La difusión de la amapola fuera de su región original ocurrió antes de la llegada de los europeos a América, por lo que se dice que es una planta arqueófita. Después se distribuirían por toda Europa cientos de especies importadas desde el continente americano, las llamadas neófitas, que vendrían de otros continentes y regiones.La amapola es una planta anual, es decir, que hará todos sus procesos vitales en un solo periodo vegetativo o de crecimiento —preferiblemente entre el otoño y el inicio del verano—, para después dejar su descendencia en forma de minúsculas semillas. Tantas semillas producen que en un solo gramo puede haber hasta 10.000, y, en un solo fruto, alrededor de 1.300. Lo curioso es su modo de propagarse, gracias a ser diminutas: al secarse las cápsulas de sus frutos, estos se abren y dejan unos agujeros a modo de escotillas; cuando llega una ventolera, toda esa cabeza del fruto se zarandea alocadamente, arrojando las semillas a modo de catapulta, y así consigue alejarlas de donde vivía la planta madre. Se han llegado a medir saltos de entre 1 y 3 metros de distancia. Quizás parezca poco, pero con este simple mecanismo, año tras año, la amapola colonizará un trocito de tierra más. Las semillas pueden permanecer latentes en el suelo más de 80 años, antes de germinar, en una espera de lo más paciente. Varios frutos de amapola con su forma de cápsula característica liberan sus pequeñas semillas oscuras.mrs (Getty Images)Como ya se ha apuntado, a la amapola le tientan los terrenos removidos para germinar, a pleno sol. En las zonas de veranos más secos suele germinar con las primeras lluvias otoñales; entonces será una plántula minúscula y pegada al suelo. A medida que se aproxime la primavera, comenzará a elongar sus tallitos y a ramificarlos, ramitas que se coronarán con los capullos peludos tan característicos de esta y de otras especies de amapolas. Estos capullos penden, con su cabeza colgando, como si hubieran nacido cansados. Pero en cuanto estén a punto para florecer se erguirán en el último compás como una danzarina de ballet, para desprenderse de las cubiertas verdes pilosas —los sépalos— que recubren sus tonos incendiados. Es entonces cuando desplegarán la belleza irresistible de sus cuatro pétalos: dos más grandes, que suelen abrazar a los otros dos más pequeños, tanto cuando estaban encerrados en el capullo como cuando se abren. Estos pétalos suelen estar teñidos con un adorno en su base, cada uno con una mancha púrpura tan oscura que aparenta ser negruzca, aunque también hay amapolas sin esa mácula. Los cuatro pétalos rojos de una amapola rodean su corona de estambres negros repletos de polen y sus órganos sexuales femeninos de color verdoso.BasieB (Getty Images)Y su tacto, ay, su tacto… En la yema de los dedos, un pétalo de amapola es una caricia que regala al que la toca, más que a la inversa. Los pétalos son tan tenues y delicados que no pueden durar más que unas pocas horas, después caen a tierra, para decorar durante un rato más el lugar en el que brotaron, antes de deshidratarse. Tan efímero es su paso por la vida que se les denomina pétalos fugaces, aunque el recuerdo que dejan en quien los ve es imperecedero. Asimismo, para los insectos polinizadores la amapola es una buena fuente de alimento. Quizás no de néctar, pero sí en polen, del cual ofrece una enorme cantidad, más que el resto de las especies que suelen rodearla. A los abejorros y a las abejas de la miel les encanta visitar sus flores, igual que a una gran variedad más de insectos. Esto asegura a la amapola fecundarse con el polen de otras amapolas. La amapola también mantiene un puesto de honor en las creaciones artísticas, algo que ya hicieron los antiguos egipcios al incluirla en las pinturas murales de sus tumbas, como en la famosa representación de la tumba de Sennedyem, en la primera mitad del siglo XIII antes de Cristo. Allí, en un campo del inframundo, crecen tres ejemplares de amapola, cada uno repleto de sus flores. También se puede rastrear su presencia en pinturas más cercanas en el tiempo, como en las obras de Claude Monet e incluso en poesías, como la famosa de Juan Ramón Jiménez, que deja dispuesto todo para salir a buscar algunas a los campos primaverales, o para coger un tren a cualquier parte y observarlas al pie de las vías: “Novia del campo, amapola / que estás abierta en el trigo; / amapolita, amapola, / ¿te quieres casar conmigo?”.

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