Hacemos lo que podemos, con lo que podemos. Algunos terminan pinchando horas en una aseguradora, y de ahí sacan libros aterradores, que te dejan tumbado, como los de Kafka. Faulkner se las apañó también como pudo, siendo cartero, pintor de brocha gorda, dependiente de librería, portero de prostíbulo, un sinfín de oficios de poca monta, todos ellos regados con bastantes botellones, para pasar el mal trago.Otros se hacen grandes reporteros, empuñan la cámara, van de una guerra a otra, y de ahí sacan novelas, como el americano Hemingway. El irlandés Beckett, que se codeó con Joyce, como secretario, decía que la vida es un caos entre dos silencios. Que solo hay dos certezas: una es saber que has nacido y, la segunda, saber que has de morir. Y así vamos sin rumbo, pillados entre dos silencios, así vamos de un vacío a otro.Más informaciónA veces un vagabundo se cruza por medio, como le pasó a Beckett, ahí por la avenida Montparnasse, y le clava, sin razón, un cuchillo absurdo que va a parar a escasos centímetros del corazón, también sin razón, para terminar con la vida de un apellido o de toda una genealogía. El destino se divierte así, sacando la navaja, jugando con el metal y de un sopetón te deja tendido, en medio de un beso, o de una frase, o de una calle.No hay fórmula, no hay reglas. El rey, como escribe Michon, viene cuando le da la gana. Y luego, un día, con suerte, te cae encima la vejez. Te transformas en un ser de lejanía, alejado de todos, de todas, mientras el espanto sube como el agua en un pozo. Estás hundido en esa soledad del toro cuando irrumpe en el ruedo. La gran diferencia con el animal es que tú sabes lo que te espera allí. Pero eres igual que él. Cuando te paras y miras a los ojos de la cámara, de los tendidos, y lo que ahí brilla es oro. Porque, hasta el final, quieres reventar el capote, clavar las aspas en las estrellas, por eso meneas el rabo, escupes humo.Y así, ya bordeando el abismo, escribes algo imposible, un júbilo, una jabalina, que plantas en el corazón del olvido. De un zarpazo le rajas la cara a la muerte. Es lo que acaba de hacer Pierre Michon con J’écris l’Iliade (Escribo la Ilíada). Lo hace con la alegría del que sabe que no hay vuelta atrás, que puedes, tienes que quemar todas las naves, que este es el último asalto, con el casco puesto, con el escudo empuñado, la espada levantada. Lo sabes, no queda otra que lanzarse contra la muralla, no queda otra que darlo todo, bailar, escribir hasta la sangre.Y ahí lo tienes dándole un último brochazo a su leyenda, en una despedida alegre, erótica, sin tapujos. No tiene piedad de nada ni de nadie. Incluso de ese autor venerado que es él mismo. Se mete de manera descarada con esa figura del autor, de la obra. A cada página está el estilo, apabullante, un bullicio de verbos, de frases que te dejan tirado, y te levantan al siguiente tropiezo. El júbilo alcanza su cúspide cuando, ya en los últimos capítulos, va echando a la hoguera todos los libros que ha amado, que han hecho lo que ha llegado a ser. Sin duda, uno de los escritores más fuertes que hayan dado las últimas décadas.La escritura no es un ejercicio de peluches, ni un divertimiento para caniches. Es algo salvaje, que te debería, cuando es literatura, poner los pelos de punta, que te machaca, te deja morado. Lo deberíamos hacer siempre erguidos, como el que da el asalto, como el que se amarra, contra el tronco, la gaita, la jabalina, el escudo, lo que sea para que la vida no se quede quieta, lo que mata, lo que salva. Es lo que acaba de hacer el dramaturgo libanés Wajdi Mouawad, en el Collège de France, en París, con un puñado de lecciones que te dejan boquiabierto. Es lo que acaba de hacer Caravaggio en el año de Jubileo, en una retrospectiva en Roma que reúne casi todas sus obras.Para tumbar a la muerte no necesitas una armada ni toda una flota de navíos. Necesitas un libro, una novela, una tragedia, o un lienzo, apenas un puñado de páginas, apenas una esquina, algo de tela. Y ahí la tienes desangrándose por el monte, con el rabo entre las piernas. Cierto, ella volverá, no se da por vencida así de fácil. Pero no hoy. No mientras estemos vivos. No, mientras pintemos, escribamos. Y el arte es lo que hace. Nos mantiene con vida. Se nos abraza al cuello, se nos mete por los ojos, por la boca, como un beso, como un cielo, se nos mete por todas partes como la canícula del verbo amar.

Shares: